De cultura campesina


Por Frísol [*]

Remontábamos un filo en lo que parecía ser el ombligo del mundo. A mi izquierda, la silueta imponente de la cordillera occidental. A mi diestra, más profunda, la cordillera central. Ambas parecían juntarse al norte y al sur. Y ese corral montañoso encerraba un valle extenso e irregular. El cielo era tan grande que se hacía inabarcable.

Un viento frío y húmedo presagiaba. De manera ordenada las nubes fueron copando cada espacio del cielo, y juntas se hacían más oscuras, más amenazantes. Dicen que el valle es el campo de batalla entre el rugido airoso de ambas cordilleras, allí se encuentran raudos los vientos venidos de las alturas. Por eso los truenos y relámpagos, por eso la lluvia horizontal que cambia permanentemente de sentido, y por eso el sentimiento de desamparo, de estar librado al vencedor de aquella furiosa danza.
Yo me movilizaba junto a Eiber en una moto Suzuki, con su maleta en mi espalda y la mía agarrada a un costado. Rodábamos con prisa sobre los surcos repasados dentro de la carretera destapada. El estómago se me subía al cuello en cada giro sobre el barro apenas asentado.

-Hace frío- me dijo mientras intentaba sacudírselo. Él, un joven de tez negra, rasgos zambos, espíritu festivo y algo menor que yo, vivía en la misma vereda de nuestro anfitrión. Por azar se encontraba en la esquina del parque de Cajibío para el justo momento en que decidimos bajar, así que le figuró transportarme.

Vista de la coordillera central desde Cajibío
Detallo la motocicleta y observo que parece un ser vivo más, adaptándose a su ambiente. Y es que las motos urbanas y las campesinas se diferencian, aunque sean del mismo modelo. Éstas últimas exhiben repuestos oxidados y una coraza rucia, pero al mismo tiempo aparentan más fuerza y resistencia. Cualquier desajuste puede ser solventado con algún tornillo atravesado o algún cable remendado, y seguir marchando las duras jornadas sin inmutarse.

Eiber viaja feliz, como estrenando juguete, mientras me referencia los buenos modelos de motos para andar el campo. Las nubes descienden sobre nosotros y a lo lejos se empiezan a desaguar, fundiéndose con la tierra. La tarde se anochece prematuramente y le decimos adiós a las cordilleras. La cortina de agua nos va cercando, es sólo cuestión de tiempo.

-Debe haber un muerto- Me grita estirando el pico hacia mí.
-¿Por qué?- Pregunto sin tener idea a qué se refiere.
-Porque está subiendo mucha gente a La Pedregosa, debe haber un muerto- Dijo como convenciéndose a sí mismo.

La Pedregosa es el principal caserío del corregimiento homónimo y lo acabábamos de dejar atrás. Eiber trabaja toda la semana fuera, en la ciudad, por ello no estaba al tanto de lo sucedido. Desde allí me fijé que mucha gente, en grupos y con aire abnegado, pasaba camino arriba sin importarles la tormenta venidera. 

Llegamos a la casona grande justo antes del chaparrón. De allí se asomaron las primeras caras de grandes dientes, “las caras lindas de mi gente negra”, y como Erney venía detrás junto a Clara, mi compañera de visita, tuve que presentarme a mí mismo. Fui bienvenido, como la lluvia, que llevaba meses sin aparecerse.

La familia se compone de cinco hermanas y seis hermanos, incluyendo a Erney. La mamá vieja en Cajibío, por cuestión de la salud, y el viejo finado desde hace cuatro años. Sobrinos y sobrinas por doquier, imposibles de distinguir de primera mano, excepto por un niño especial, quizá el más entendido y juicioso que haya podido conocer, con la nobleza que los caracteriza. Lo curioso era que todos los presentes eran consanguíneos, nadie había que no fuera de apellido Cuervo. Ni tíos ni tías políticas. Ni los compañeros de las hermanas, ni las compañeras de los hermanos, sólo Cuervos; hermanos, hermanas, sobrinos, sobrinas, y un par de primos. Y me quedaría con la duda, porque hay cosas que no se pueden preguntar de golpe.  

La casa fue construida por sus padres y es lo suficientemente amplia para albergar a sus actuales y potenciales habitantes, recibiendo en diciembre todo un batallón de gentes. La tarde fría y lluviosa los tenía reunidos en una cocina que sería del tamaño promedio de toda una vivienda de interés social. Su techo alto y paredes gruesas eran negras por el hollín, las ollas en cambio resplandecían su aluminio y la cocina de leña daba la impresión de no haberse apagado en años, cocinando desde entonces el barro que forma las paredes. El maíz secándose encima del fogón y dos perros enclenques tímidamente asomados para beneficiarse del calor, completaban la escena.

Al cabo de un rato llegaron Erney y Clara, juntándose a nosotrxs en los pocos espacios que quedaban en los largos banquillos de fina madera, como de iglesia, que bordeaban la cocina. Las hermanas mujeres se aprestaron a recibirnos, calentando el tinto campesino –último resquicio de su soberanía alimentaria- e improvisando una comida a base de arroz. Donde come uno, comen dos, tres, cuatro, cinco, seis…

Antonio, hermano de Erney, hacía la conversa. Siempre dado a la risa, con ese humor en doble sentido tan propio de la gente rural. Nos contó que todos los y las once habían nacido allí mismo, no en el mismo municipio, ni corregimiento, ni vereda, sino en la propia casa, de la mano de parteras.

Más tarde supe que Eiber había errado. No fue un muerto sino una muerta, la hija de don Luis y la señora Sara. La habrían asesinado en Cali, nunca nadie diría por qué, y había llegado a la vereda al despuntar la mañana. La velarían toda la noche y el entierro sería al día siguiente, sábado. Como era usual, toda la comunidad habría de pasar por la casa de la finada, que siguiendo la tradición, era el lugar de velación. Eso es toda una connotación de arraigo; nacer, crecer y morir en tu propia casa. La misma donde nacieron, crecieron y murieron tus antepasados.

Erney debía hacer presencia esa noche. Al otro día tenía una reunión de campaña, -haciendo la unidad desde las bases- dice. El municipio no tenía un candidato a la Alcaldía, independiente de los partidos tradicionales, desde las épocas de la UP. Y el último concejal electo por las organizaciones sociales fue asesinado por los paramilitares un mes y seis días antes de posesionarse. Con todas las limitaciones del caso, se pusieron nuevamente de acuerdo para lanzar un candidato alternativo. Erney va para el Concejo y de seguro pasará. Él es un hombre de una sola pieza. La gente lo reconoce, por la cotidianidad, por su trabajo solidario, y él confía en los cambios venideros.

Me ofrecí a acompañarlo. Un tanto por curiosidad y otro tanto para agradecer las atenciones. Es inevitable sentirse miserable por el propio individualismo ante tanta solidaridad venida de las manos de aquellos a quien los poderosos llaman pobres.

Salimos en compañía de la noche. La lluvia había cesado y sólo se veían los destellos de relámpagos lejanos. Sobre el occidente, una avioneta merodeaba zumbando en la oscuridad como si se tratase de un enorme cúmulo de abejas. –Son aviones de inteligencia. Ayer asesinaron cinco o seis elenos en la costa-. Erney intuyó mi expresión. –Ande tranquilo, está lejos-.

El “desescalamiento” de la guerra implementado por Santos ha consistido -hasta ahora- en la ofensiva plena a una guerrilla y la ofensiva a medias en contra de la otra, y aún así la gente lo agradece. El ejército también andaba cerca, unos 200 metros más abajo. –Vienen cada tanto. La comunidad no permite que acampen,  pero no podemos impedir que pasen-.

Conversamos de esto y de aquello mientras avanzábamos con prisa. El afán no tenía otro motivo que el cansancio, serían cuarenta minutos de ida y cuarenta de regreso, sin contar el tiempo de la visita. La lluvia había inhabilitado los caminos de herradura, forzando a tomar la vía más larga, la carretera, que se abría paso entre cultivos de café y caña panelera.

Él nunca terminó la primaria. No tuvo cómo. En la escuela veredal se dictaba sólo hasta grado tercero y había que ir hasta Cajibío para el quinto y hasta Piendamó o Popayán para el bachillerato. -Uno de cada cien- resumiría acertadamente su hermano en una conversación posterior. Con dignidad, fueron ellos y ellas, los mismos que apenas aprendieron a leer y escribir, los mismos nacidos de padre y madre analfabetas, quienes recuperando tierras al latifundio, cedieron un terreno para construir un colegio a la medida de sus necesidades.

Por eso Erney habla con sabiduría y propiedad sobre cualquier tema, porque su escuela ha sido la vida. Aún así, como han perdido buenas oportunidades, él y sus contemporáneos reciben clases los días lunes, miércoles y viernes, tres horas al día con un profesor ambulante, para obtener un título que el Estado les negó hace años.

Casa campesina La Pedregosa
Ya acalorados por el paso y pegajosos por la humedad, arribamos al caserío de La Pedregosa. Éste es un larguero que no posee más de cinco cuadras, incluyendo el puesto de salud, el parque cuya vista domina todo el plano, y la capilla, al lado de la cual reposa un pequeño monumento en homenaje a los 4 mártires, la memoria que dialoga sobre el episodio más duro de violencia que vivió la comunidad y del cual apenas logra sobreponerse.

Salimos por el último barrio, el de los muertos. A unos pocos pasos encontramos la cerca abierta de la finca de la difunta. Caminamos contracorriente, la mayoría de la gente va de salida y pasa con un ánimo que sin ser de fiesta tampoco es de pesar, diciéndonos “Ayios” y “Buenas noches” a nuestro paso.

Mientras nos aproximamos a la casa, alojada en una hondonada construida para lograr planicie en la ladera, se escucha a lo lejos el murmullo del rezo.

“Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo…”

La ocasión es un lugar de encuentro más en la comunidad. Arriba, entre las motos aparcadas, las parejas jóvenes se demuestran afecto. Abajo, asaltando las esquinas, los niños y niñas se corretean entre sí. Más cerca, los adultos conversan con parsimonia y ríen con disimulo. Y adentro, son en su mayoría mujeres las que acompañan el rezo y una vieja la que lo dirige.

Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo…”

Un pequeño auditorio de sillas enfiladas fue dispuesto en el solar junto al fogón improvisado que se armó para atender a los visitantes, no tanto para esa noche que sería soportada con tinto y mogolla, como para preparar la paila de arroz y la olla de sancocho del día siguiente y que siempre debe ser medida para que sobre. Allá fuimos a parar cuando se nos agotaron los pies, y cuando los ojos hicieron lo propio supimos que había llegado el momento de partir.

“Al rey adoremos, para quien todos viven…”

Ella se encontraba en lo que aparentaba ser la sala. La pared más amplia estaba cubierta con una sábana blanca decorada con flores veraniegas, un ramito cada palmo. A sus pies se levantaba un grupo de heliconias, otrora silvestres, ahora fino producto de exportación. El resto de adornos eran los habituales, alusivos al Deportivo Cali. Ella estaría acompañada toda la noche. Las mayoras y la comunidad harían lo posible por relevarse de tal manera que el murmullo, que es arrullo, nunca se apague. Ella no quedaría tirada, como tirados quedan los muertos en las lúgubres funerarias de la gran ciudad.

“…Bendita tu eres entre todas las mujeres y bendito es el vientre…”

Asociación Campesina de La Pedregosa
El Estado y sus burócratas se niegan a reconocer la existencia de cultura campesina, equiparándola sin más al ser “mestizo”. Un día sólo, basta para reflexionar.

Bakatá, octubre de 2015



[*] Crónica de compartires con la Asociación Campesina de la Pedregosa. Los nombres fueron modificados por razones de intimidad.

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